“Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:14-15).
Otorgarle a otro el perdón es tal vez una de las cosas más difíciles de realizar. Podríamos decir que el que sabe perdonar posee un verdadero don espiritual. ¿Lo tiene usted? Le es fácil perdonar las ofensas que otros le han hecho? A todos nos gustaría poder decir que perdonamos, pero si somos sinceros tendremos que admitir que no nos resulta fácil hacerlo.
Muchas personas cargan con resentimientos, heridas, insultos y múltiples dolores reales o imaginarios por lo que otros les han hecho en el pasado. Estos malos sentimientos y recuerdos no sólo lastiman a quien los alberga, sino también a las personas que los rodean. La amargura que el resentimiento genera, aunada muchas veces al deseo de venganza, crece como un tumor maligno. Se va extendiendo hasta consumir a la persona y termina por invadir todo pensamiento positivo. Quien no puede perdonar a su prójimo está destinado no sólo a vivir en amargura, sino también a limitar su propia oportunidad de recibir el perdón de Dios.
Es curioso observar que cuando Jesucristo estaba enseñándoles a orar a sus discípulos, y a nosotros, en la sección reservada para pedirle a Dios el perdón de nuestras ofensas incluyó una condición. La enseñanza de Jesucristo es: “…Y perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores” (Mateo 6:12).
En pocas palabras, Jesús nos dice que Dios perdonará nuestras ofensas en la misma medida en que nosotros perdonamos a nuestros semejantes las ofensas que ellos han cometido contra nosotros. Al terminar de enseñarles a sus discípulos la forma de orar, después de decir amén, Jesús regresa al tema del perdón y ahonda aún más en él, diciendo:
“Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial. Mas si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:14-15).
¡Qué responsabilidad tan grande es tener que perdonar a los demás! Tal parece que Dios, al conocer nuestros corazones, tuvo que condicionar su perdón hacia nosotros al hecho de que perdonáramos a nuestro prójimo. Cuando uno piensa en las personas que le han hecho daño, le resulta difícil perdonar y olvidar. ¡Claro que podemos decir que hemos perdonado a nuestros ofensores! Sabemos que esto es lo que debemos decir. Y tal vez hasta podríamos llegar a orar por ellos en una forma más o menos sincera. Pero, ¿acaso logramos imaginarnos a nosotros mismos en un sincero abrazo, llorando sobre sus hombros?
Eso fue exactamente lo que hizo José, el hijo del patriarca Jacob. José fue despreciado por sus hermanos. Le tenían tanto recelo que casi no podían dirigirle la palabra. Llegó al extremo en que, deseando matarlo, lo echaron dentro de una cisterna vacía. Mientras pensaban cómo deshacerse de José, vieron que pasaba por allí una caravana de mercaderes madianitas que viajaban hacia Egipto. Entonces, sacándolo de la cisterna, lo vendieron por veinte piezas de plata y fue así cómo se convirtió en un esclavo en Egipto (Génesis 37:28).
Esta es una de las historias más estremecedoras de la Biblia. Pasaron muchos años y Dios estuvo con José en todo este evento dramático. Dios bendecía todo lo que el joven hacía. Su temor a Dios y su trabajo perseverante le dieron favor ante todos sus amos. Cuando Dios decidió que había llegado el tiempo para cumplir con su propósito, hizo que se convirtiera en el hombre más importante de Egipto, sólo después de Faraón. Estando en esta posición, Dios se encargó de que regresaran sus hermanos a Egipto por la falta de comida a causa de la sequía tan grande que entonces prevalecía.
Estando en ésta posición de honor y poder, José volvió a ver a sus hermanos, aunque ellos no lo reconocieron. Varias veces habló con ellos sólo para volver a refugiarse a llorar en su aposento, en privado, hasta que al fin se les reveló diciéndoles que era su hermano, el que habían vendido a Egipto. Lloró con ellos, los abrazó y los besó. Sus palabras finales siguen siendo reveladoras:
“José dijo a sus hermanos: Yo soy José. ¿Vive todavía mi padre? Pero sus hermanos no podían contestarle porque estaban atónitos delante de él. Y José dijo a sus hermanos: Acercaos ahora a mí. Y ellos se acercaron, y él dijo: Yo soy vuestro hermano José, a quien vosotros vendisteis a Egipto. Ahora pues, no os entristezcáis ni os pese el haberme vendido aquí; pues para preservar vidas me envió Dios delante de vosotros. Porque en estos dos años ha habido hambre en la tierra y todavía quedan otros cinco años en los cuales no habrá ni siembra ni siega. Y Dios me envió delante de vosotros para preservaros un remanente en la tierra, y para guardaros con vida mediante una gran liberación” (Génesis 45:3-7).
José perdonó a sus hermanos porque confiaba en que Dios tenía un gran plan de salvación para su pueblo Israel. Tal como José logró perdonar a sus hermanos las faltas tan grandes que cometieron contra él, ¿no debemos nosotros intentar hacer lo mismo con nuestros semejantes? ¿No podríamos poner nuestros problemas en las manos de Dios para que Él los solucionara a su tiempo y de acuerdo a su voluntad?
Pareciera que el secreto para perdonar es lograr primero reconocer las propias faltas delante de Dios y luego darle la oportunidad al ofensor para que se arrepienta, sin ser humillado. El arte de perdonar es un don que sólo adquieren quienes tienen un corazón sincero delante de Dios.
Si estamos luchando para perdonar a alguien que nos ha hecho daño, preguntémonos entonces: ¿estamos pidiéndole a Dios que nos ayude a lograrlo? ¿Le hemos pedido a nuestro Dios que nos otorgue el don de perdonar?
— Por Lauro Roybal