¿Se siente agobiado porque hay pecados en su vida de los que no logra deshacerse? ¿Se siente frustrado y deprimido por no poder cambiar ciertos hábitos dañinos, que lo acompañan desde hace mucho tiempo? Dios nos habla de una forma de vida en la que debemos vencer definitivamente toda nuestra naturaleza carnal. ¡El verdadero arrepentimiento es la clave!
Vivimos en un mundo que avanza vertiginosamente; es difícil mantenernos al día de todo lo que está ocurriendo y es necesario esforzarnos cada vez más para mantener una relación estrecha con Dios y para hacer de su Reino y su justicia la prioridad más grande de nuestra vida.
El mundo que nos rodea también sigue su camino gobernado y dirigido por el que sabemos es el adversario de Dios, el que se opone a su obra y no quiere que se cumpla el propósito que Él tuvo al crearnos. Cada vez es más frecuente escuchar las teorías sicológicas que tratan de soslayar la responsabilidad de nuestras acciones; que nuestros actos, por más horrendos que sean, son siempre el resultado de las acciones de alguien más que nos influyó y nos forjó en la vida, de tal forma que si analizamos con cuidado lo que nos plantean: ¡nadie es culpable de nada; la culpa la tiene alguien más, diferente de uno mismo!
Nosotros, empero, hemos aprendido por la educación y revelación de Dios, que sí somos responsables de nuestras acciones; que sí somos responsables de todo lo que hacemos, y hasta de todo lo que pensamos, sentimos y hablamos. El sacrificio de Jesucristo, su sangre derramada por nuestros pecados, es una muestra fehaciente de que delante de Dios, sí somos responsables de nuestras acciones y de que nuestras acciones, traerán consecuencias a nuestra vida; lo que hacemos producirá un resultado en nuestro vivir y tendremos que afrontar sus consecuencias.
Para poder ser perdonados de nuestros pecados, para que la sangre de Jesucristo se aplique a nuestras faltas y transgresiones de la ley de Dios, es menester, primero que todo, que reconozcamos nuestro mal obrar delante de Dios, que reconozcamos y admitamos sinceramente que sí hemos quebrantado su ley y que por ello somos culpables. Dios no nos va a perdonar ningún pecado que no confesemos, del que no admitamos nuestra responsabilidad individual y nos sintamos sincera y profundamente dolidos y arrepentidos por haberlo ofendido y haber desobedecido su ley eterna de amor.
Sabemos que para ser perdonados por Dios no podemos escudarnos en otros y que no podemos tratar de esquivar nuestra responsabilidad personal, delante de Dios, diciendo que alguien más es el responsable de nuestro mal obrar y que hicimos esto o aquello porque alguien diferente de nosotros hizo esto o lo de más allá y que por eso fue que pecamos.
Ejemplos en la Biblia
En la Biblia encontramos muchos ejemplos de ambas actitudes frente al pecado. La actitud de personas que reconocieron su mal obrar, su pecado delante de Dios y fueron perdonados por el amor y la misericordia de Dios (David es uno de los ejemplos más conocidos), y la de personas que se escudaron y justificaron en otros para no reconocer y admitir su propia responsabilidad frente al pecado y fueron desechados por Dios (Adán y Eva, Saúl, Caín, entre otros).
Si analizamos cuidadosamente la vida de David y la de Saúl veremos que la diferencia fundamental entre estos dos reyes de Israel fue su propia actitud frente a sus pecados. Ambos pecaron, es cierto, tal vez podamos suponer erróneamente que el pecado de David, en el tan conocido episodio de Betsabé, fue más grave y ostensible que los pecados cometidos por Saúl.
¿Por qué entonces Dios desechó a Saúl y perdonó a David? La respuesta radica en la diferencia de actitud que ambos tuvieron frente a su propio pecado. Veamos lo que la Biblia nos dice en 1 Samuel 15: 1-12. Dios le dio instrucciones muy claras a Saúl de lo que debía hacer con Amalec (versículo 2-3). Pero Saúl no obedeció lo que Dios le dijo; de acuerdo con su forma de pensar y de ver las cosas, explicó y justificó su conducta y su desobediencia hasta el punto de decirle a Samuel: “Bendito seas tú del Eterno: Yo he cumplido la palabra del Eterno” (v. 13).
Samuel, le responde entonces: “¿Pues qué balido de ovejas y bramido de vacas es este que yo oigo con mis oídos?” En el versículo 15, Saúl, muy seguro de su posición, le explica a Samuel lo que había acontecido. Finalmente, Samuel le dice a Saúl lo que el Eterno había decidido al respecto: “Por cuanto desechaste la palabra del Eterno, él también te ha desechado para que no seas rey” (vv. 22-23).
Anteriormente, en 1 Samuel 13:8-15, Saúl ya había tenido un comportamiento similar de desobediencia a las claras instrucciones de Dios y ante la interpelación de Samuel, se había justificado y había dado excusas que según él, explicaban su comportamiento y lo exoneraban de toda culpa. Dios fue claro en su respuesta ante esta actitud de Saúl (1 Samuel 15:35 y 16:1).
La actitud marca la diferencia
¿Cuál fue la actitud de David ante su pecado? En 2 Samuel 12:1-12 podemos leer todo el relato. ¿Qué hizo David ante las palabras que Dios le inspiró a Natán? “Pequé contra el Eterno” (v. 13). Tal vez nos parezcan muy sencillas estas palabras, muy obvias y fáciles de pronunciar. Pero todos nosotros, los que por misericordia de Dios hemos sido llamados y a quienes nos ha revelado su verdad, sabemos lo difícil que es, en algunos momentos, pronunciar de todo corazón, arrepentidos, con un corazón verdaderamente contrito y humillado, estas sencillas palabras: “Pequé contra el Eterno”.
Entonces Natán le dice a David: “También el Eterno ha remitido tu pecado, no morirás”. Hay otros episodios en la vida de David en los que él tuvo esta misma actitud frente a la reprensión de Dios (2 Samuel 24: 1-16, el versículo 17 nos narra la reacción de David).
La responsabilidad personal es un tema recurrente en las Escrituras. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento hay varios pasajes que nos instruyen al respecto (Ezequiel 18, por ejemplo, es un capítulo muy conocido en este contexto).
Dios nos hace responsables a cada uno de nuestras acciones. La Escritura nos dice que “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:12). Sencillamente, cada uno de nosotros es responsable delante de Dios por lo que hace.
¿Cómo enfrentar la realidad?
A veces, al descubrir que lo que estamos haciendo es algo malo delante de Dios y estamos quebrantando su ley, nos sentimos abrumados y desolados y no sabemos que hacer. Es muy fácil mirar a nuestro alrededor y empezar a buscar excusas, disculpas; queremos hallar una forma para justificarnos y compartir la carga de nuestra culpa con alguien más.
No es necesario esforzarnos mucho para poder encontrar con quien compartir la culpa y la responsabilidad de nuestro pecado; todos los seres que nos rodean son seres humanos también, y sabemos por la escritura que “Por cuanto todos pecaron…” (Romanos 3:23) y que “No hay justo, ni aun uno…No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno” (vv. 10 y 12). O sea, que cuando buscamos a alguien más para justificarnos y evadir nuestra responsabilidad será muy fácil hallarlo al mirar a nuestro alrededor.
¿Es esta la forma de solucionar nuestros problemas y dificultades? ¿Podremos solucionar algo obrando así? ¿Es esto lo que Dios quiere que hagamos? ¿Le agrada a Él que acusemos a otros con tal de justificar y disculpar nuestras faltas y pecados? ¿Estamos venciendo nuestro propio pecado cuando acusamos a los demás? ¿Desarrollaremos un carácter justo, santo y perfecto como el de Dios, evadiendo nuestra responsabilidad personal al culpar a otros de nuestros propios pecados?
Todas estas preguntas han sido respondidas por Dios en su Palabra. Por ejemplo, en el Salmo 51. Dios hizo que quedara registrado para nosotros un innegable testimonio acerca del verdadero arrepentimiento. Sus frases siguen vigentes para nosotros en el siglo XXI: “Porque yo reconozco mis rebeliones, y MI pecado está delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos” (vv. 3-4, énfasis nuestro).
La solución de Dios
Dios nos ha llamado para que venzamos el pecado. Dios espera de nosotros la victoria y nos ha dado todo lo que necesitamos para vencer. Pero jamás podremos vencer algo que no aceptamos siquiera haberlo hecho o cometido. Mientras más excusas y rodeos demos frente a nuestros pecados, más nos demoraremos en ser perdonados por Dios. Mientras más insistamos en que no tuvimos la culpa; que fue otro el que la tuvo y es el responsable de nuestro mal obrar, más se demorará el perdón de Dios.
Si tuvimos las fuerzas necesarias para pecar y lo hicimos, tengámoslas también para reconocerlo y confesarlo delante de Dios. Si fuimos capaces de pecar, también podemos ser capaces de admitirlo delante de Dios, sinceramente, con sencillez, sin excusas, sin disculpas, sin necesidad de culpar a alguien más; podemos decir también de todo corazón: “Pequé contra el Eterno”.
Entonces, veremos que Dios sí cumple lo que dice su Palabra: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”. Entonces, y sólo entonces, a partir del verdadero arrepentimiento y el perdón de Dios: podrá empezar el verdadero cambio que Dios espera de nosotros.
— Por María Hernández