En el último día de su vida física, Jesucristo pasó por un increíble rango de emociones humanas. ¿Qué impacto debería tener esto en nuestra vida?
IMAGÍNESE LA ESCENA. En la cena de Pascua, Jesús miró a Judas —alguien que lo había conocido a Él y había visto su forma de vivir por lo menos durante tres años y medio— y Él sabía que lo iba a entregar. ¡Esto debió herir! Pero Jesús simplemente dijo: “lo que vas a hacer, hazlo pronto” (Juan 13:27). Entonces Judas salió para reunirse con los enemigos de Jesús.
Jesús sabía lo que iba a ocurrir: la cadena de eventos que conduciría a su tortura y muerte ya había comenzado.
Esa tarde fue la última pascua de Jesús con sus discípulos y Él introdujo los nuevos símbolos de la Pascua: el pan sin levadura que representaba su pronto quebrantado cuerpo y el vino que representaba su sangre derramada.
Naturalmente, mientras Él les daba el pan y el vino y les explicaba su significado, debería sentirse algo emocional. El relato de los evangelios nos indica claramente que Jesús experimentó un rango de emociones poderosas a lo largo de ese día memorable.
Después de conmemorar la Pascua en la habitación de arriba, todos cantaron un himno y salieron para el jardín de Getsemaní, a corta distancia de allí.
El trasfondo
Para entender más a cabalidad el estado emocional de Jesús, es necesario entender el trasfondo de su vida. Antes de convertirse en Dios encarnado (Juan 1:1-14), Jesús era el Verbo y había bregado con la humanidad desde el jardín del Edén. Él estaba al tanto del primer asesinato registrado (la muerte de Abel a manos de su hermano Caín). Él había sido testigo del pánico y el dolor de millones que gritaban cuando fueron llevados por el diluvio, por su violencia y rebelión.
A lo largo de los siglos, el Verbo, que se convirtió en Jesús, había visto el sufrimiento que las personas se autoimponían. Guerras, miseria y destrucción había sido el camino escogido por la creación de Dios. Batalla tras batalla; mal gobernante tras mal gobernante. Piense en todo el llanto de las madres desesperadas a medida que observan a sus familias destrozadas por los agresores.
Las profecías
A todo esto debemos agregar las profecías que el Verbo sabía que serían cumplidas cuando Él se convirtió en un ser humano para que el plan de redención pudiera completarse. Jesús el Mesías (Christos, en griego), estaba al tanto de lo que la humanidad bajo la influencia de Satanás (el adversario del hombre y dios de este mundo) tendría que vivir como consecuencia del pecado y la rebelión.
Cristo sabía de su propósito en la Tierra: ser el cordero de Dios que borraría el pecado del mundo (Juan 1:29-30). En su ministerio, durante cuatro Pascuas, Jesús comió del cordero sacrificado que enseñaba cómo la sangre tenía que ser derramada para que el pecado fuera perdonado. Él era literalmente el Cordero de Dios en esta Pascua —el sacrificio definitivo por todos los pecados humanos.
Con estos antecedentes, ¿por qué Jesús experimentó semejantes emociones tan profundas en esa fatídica noche?
Getsemaní
Mientras estaban en el jardín de Getsemaní, Jesús les recordó a los discípulos su debilidad humana. Él citó lo que se había escrito acerca de sí mismo: “Heriré al pastor, y las ovejas del rebaño serán dispersadas” (Mateo 26:31, citando Zacarías 13:7).
Luego, tomó a Pedro, Santiago y Juan para que lo acompañaran mientras oraba.
Él les dijo: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (v. 38). Pero los discípulos estaban muy cansados y se durmieron; y, en cierta forma, dejaron a Cristo. Entonces, Él les dijo: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora”? (v.40).
Tres veces oró Jesús, diciendo: “Padre mío, si no puede pasar de mi esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (v. 42).
Muy claramente, Jesús fue desgarrado por las emociones al enfrentar la muerte. Él estaba reconociéndole a su padre, que como ser humano, no quería morir. Pero también se daba cuenta de que ésta era la verdadera razón por la cual estaba en la Tierra. Sabía, desde la fundación del mundo, que debía morir y había escogido voluntariamente entregar su vida (Juan 10:17-18).
Y sin embargo encontramos a Jesús hablando con su Padre acerca de lo que tenía por delante. ¿Por qué? Para que podamos entender verdaderamente, debemos analizar más profundamente el plan de salvación y el precio que Dios pagó para redimirnos.
Ofrecimiento a todos los seres humanos
La Escritura nos dice que todos hemos pecado —sin ninguna excepción (Romanos 3:23). Todos necesitamos el sacrificio de Cristo, como paga de nuestros pecados pasados. Por medio de este sacrificio Dios nos ofrece el maravilloso don del perdón para todos aquellos que se arrepientan y deseen genuinamente no volver a pecar. Sin embargo, todos sabemos cuán humanos y débiles somos, así que Dios, en su misericordia, ofrece su Santo Espíritu para ayudarnos a sobreponernos a nuestra naturaleza pecaminosa y crecer en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo (2 Pedro 3:18).
Todos tropezaremos y caeremos, pero Dios está dispuesto a perdonarnos y reconciliarnos con Él (1 Juan 1:5-2:6). Esto es algo muy animador, y debiera motivarnos a desear con todo el corazón caminar como Jesús caminó —perfecto delante del Padre. No siempre hacemos esto, y una vida de arrepentimiento después del pecado es parte de nuestro llamamiento y nuestra forma de vida como cristianos.
Cristo y el Padre desean llevar “muchos hijos a la gloria” (Hebreos 2:10). Hay un gran propósito que se está llevando a cabo en la vida humana. No es vivir, sufrir y morir, y luego ir al cielo para contemplar la cara del Padre por toda la eternidad —es mucho más que esto.
No debemos rechazar ni descuidar nuestro llamamiento
El llamamiento que se nos ha ofrecido (Efesios 1:18) es también muy especial y conlleva una gran recompensa además del don de la vida eterna. Cuando Cristo regrese a la Tierra, habrá millones de seres humanos para trabajar y ayudar durante el período llamado el milenio —los mil años de reinado de Cristo como Rey de reyes y Señor de señores en la Tierra.
Podemos estar entre aquellos que van a ayudar a otros seres humanos durante esta época que vendrá, para que aprecien los increíbles dones que Dios tiene para ofrecerles: perdón de pecados, el Espíritu Santo y la vida con el Padre y el Hijo por toda la eternidad.
¿Qué sucede si lo rechazamos?
¿Puede usted imaginarse que alguien se rehúse a aceptar esta increíble oferta de nuestro gran Creador? Él quiere compartir todo lo que tiene, para hacernos herederos junto con su hijo, Jesús el Cristo (Romanos 8:17).
Pero la profecía nos dice que algunos van a rechazar este ofrecimiento. Desafortunadamente, para ellos habrá una segunda muerte —la aniquilación eterna para aquellos que continúen rebelándose contra el Dios de amor.
La decisión de obedecer o rebelarse es nuestra. Recuerde que Dios no quiere que ninguno perezca, sino que todos vengan al arrepentimiento (2 Pedro 3:9). Volvamos entonces para ver la razón por la cual Jesucristo estaba en semejante tormento emocional.
Jesús reconoció que sin su sacrificio, ningún ser humano recibiría la salvación. Esto significa que ningún ser podría disfrutar del Padre o disfrutar la eternidad con Él como parte de la familia que gobierna todo el universo. La aniquilación total —nuestra memoria borrada para siempre.
Tal vez Jesús, que había conocido la gloria que Él tenía con el Padre antes de convertirse en ser humano, estaba pensando acerca de esto a medida que enfrentaba sus horas finales. Desde una perspectiva humana, Él sabía cuán horripilante sería su muerte. Pero tampoco quería fallarle a toda la humanidad al no cumplir. Entonces, aunque estaba experimentando un gran estrés frente a la muerte, sabía que valía la pena para poder lograr el propósito de esta gran creación de miles de millones de seres humanos.
Jesús sabía que tenía que morir para que toda la humanidad también pudiera tener una oportunidad de salvación. Entonces, tres veces en una oración desesperada y agonizante, Él pidió las fuerzas necesarias para mantenerse en el camino, hasta que pudo decir en la cruz estas palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34), y: “consumado es” (Juan 19:30).
Él se mantuvo firme con la ayuda de Dios. Él nunca pecó, así que regresó al Padre con una gloria indescriptible (Filipenses 2:5-11). Y lo hizo voluntariamente —por usted y por mí.
—Por Paul Suckling