Hace unos días atrás, regando el ante-jardín de mi casa, tuve una conversación con nuestro nuevo vecino, quien se acababa de mudar hace unos días a su casa nueva. Le pregunté si le gustaba su nueva casa, a lo cual me dijo que no y tampoco le gustaba el barrio. Me explicó que nunca estuvo de acuerdo con el traslado. Hasta ese punto la conversación ya era bastante particular, pero todo tomó un rumbo distinto cuando me dijo que estaba pensando en separarse y dejar no solo esa casa, sino también a su esposa. Me dijo luego que llevaban alrededor de 40 años casados y una de sus hijas, la menor, aún vivía con ellos.
La conversación ya no giraba en torno a gustos personales y subjetivos. Ahora la conversación giraba en torno al final de un matrimonio.
Al cambiar de tema hubo un silencio como de 15 segundos. Mi vecino volvió a la conversación y yo intentaba cambiar nuevamente de tema hacia algo más ligero, pero ya era tarde. Después de un silencio entramos en un análisis del por qué alguien desea separarse de su esposa. ¿Qué lleva a una persona a olvidar 40 años de esfuerzo e intentar re-hacer una vida sola, apartada de sus “seres queridos” y tratar de alguna forma ser feliz?
Le pregunte: ¿tú crees en Dios? Me dijo: sí, si creo, pero agregó: ha sido muy difícil últimamente y me gustaría verte cuando tu lleves cuarenta años de casado.
Esta era nuestra segunda conversación. La primera fue muy superficial pero a la vez cordial, la típica conversación que tienen dos personas que se vienen conociendo y que saben que compartirán algo de sus vidas con el otro. Ser vecinos sin duda es una relación humana muy especial y creo que a ninguno de los dos se nos pasó por la mente que en la segunda conversación entraríamos en tan delicado tema: analizando y conversando sobre “su situación matrimonial”.
Debo reconocer que fue una conversación honesta, de hombres, sin vergüenza ni tapujos. En la medida que íbamos avanzando en el tema sentí que por años se había alimentado un alejamiento entre los esposos, luego él lo reconoció abiertamente y entonces llegó el segundo silencio.
La conversación se prolongó por alrededor de 30 minutos y al finalizar la conclusión era evidente para ambos. Los humanos somos egoístas y en ocasiones el egoísmo del otro nos hace pensar que tenemos el derecho de ser egoístas. Mi amigo nunca se lamentó por lo que sentía, pero sí reconoció que él había hecho un pacto con su señora al casarse y que en cierta medida lo había olvidado. Reconoció también que “alguien” empezó con esta espiral negativa dentro de su matrimonio y que no tenía sentido ya el averiguar cómo comenzó. El egoísmo estaba destruyendo un matrimonio de 40 años.
Nos despedimos. Entré a casa y le comenté a mi esposa algo de lo conversado, pero una frase se quedó en mi mente: “me gustaría verte cuando lleves cuarenta años de casado”.
Es imposible determinar cómo seremos en el futuro: si buenos o malos, nobles o canallas, tiernos o faltos de cariño, amadores del prójimo o egoístas.
Es claro advertir que uno no se vuelve egoísta de la noche a la mañana, tampoco toma una semana o un mes, es un proceso lento pero constante, si no tenemos cuidado. Todos nacemos con algún grado de egoísmo, pero los padres y los hermanos en ocasiones nos ayudan a sobreponernos a ese egoísmo que todos tenemos. Pero luego en la juventud y en la primera etapa de la adultez, cuando uno comienza a decidir por sí solo, el egoísmo puede regresar en gloria y majestad, especialmente cuando de niños fuimos egoístas y nadie nos frenó.
El egoísmo se basa en el YO. Yo primero, yo segundo y yo tercero. El egoísmo tiene el poder de romper amistades, matrimonios, sociedades, países y eventualmente producir la extinción de la humanidad. El poner mis intereses por sobre los intereses de los demás es sólo una parte del egoísmo. Que mi opinión prevalezca por sobre la de los demás, es otra parte del egoísmo. Pero, ¿cómo combatirlo? ¿Cómo reducirlo? ¿Cómo eliminarlo?
Veamos tres puntos que nos ayudarán en esta difícil tarea.
Como a ti mismo
Romanos 13:9 dice: “Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
El egoísmo inicial que todos tenemos se puede volver positivo si lo usamos correctamente: ¡como a ti mismo! Esto significa que debemos pensar en los demás de la misma forma en que pensamos en nosotros. ¿Queremos el mejor platillo? Démoslo a otro. ¿Queremos el mejor asiento? Démoslo a otro. ¿Queremos que nos sirvan? Sirvamos a otros. En resumen, todo lo que nos gusta que nos hagan o que nosotros hacemos para nosotros mismos, hagámoslo y démoslo a otros.
Nada hagáis por contienda
Filipenses 2:3 dice: “Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo”.
Nadie entra en un conflicto con la idea de perderlo. Ganar el conflicto es la bandera de guerra y en el proceso de ganar, el egoísmo es el combustible. Uno no escuchará al otro, no pensará en el otro, mucho menos empatizará con el otro. En un conflicto saldrán a flote todas las actitudes egoístas que tenemos dentro y si no nos estamos esforzando por dejar de ser egoístas, en un conflicto se puede perder todo lo ganado. La verdad es que debemos evitar todo tipo de conflictos. Nadie es ganador en un conflicto.
La regla de oro
Lucas 6:31 dice: “Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos”.
Esto es muy similar al primer punto, pero es necesario analizar esta instrucción. Existe una versión de la regla de oro que no corresponde a la real: “No hagas a los demás, lo que no te gusta que te hagan a ti”, pero la regla de oro escrita en los Evangelios invita a la acción: “así también hacedlo vosotros”. Esta es una invitación a trabajar por los demás, a servir a los demás. Las cosas que nos gustan que nos hagan a nosotros debemos hacerlas a los demás.
No sabremos cómo seremos en el futuro, pero sí sabemos lo que podemos hacer hoy para tener un mejor yo en el futuro. Podemos lograr que nuestra esposa tenga un mejor esposo en el futuro, que los padres, tengan un mejor hijo en el futuro. Siguiendo estos tres sencillos consejos que Dios nos ha dado en su Biblia, claramente habrá un mejor futuro para todos nosotros.
Al despedirnos con mi vecino me dijo que pensaría bien su decisión. Se había dado cuenta que había mucho egoísmo al querer dejar a su familia. No sabemos qué pasará con esa familia. Espero que él pueda eliminar tan venenoso sentimiento. Esperemos que aún esté a tiempo para recuperar el deseo de trabajar para su familia, de nunca querer abandonarla.
Dios quiera que el dolor por el que atraviesan muchos nos sirva de ejemplo. Ahora, hoy mismo, no importando nuestra edad, debemos querer ser más como Dios y menos como el ser humano natural. Debemos trabajar por vencer el egoísmo para disfrutar de las bendiciones que trae el amar al prójimo como a nosotros mismos.