Cuando Dios sacó al pueblo de Israel de la esclavitud en Egipto, le entregó en forma codificada mandamientos, estatutos y decretos que los israelitas deberían obedecer para que les fuera bien a ellos y a sus hijos. La tradición judía afirma que las tablas con los diez mandamientos fueron entregadas a Israel en un día de Pentecostés.
Dios quería que Israel fuera un ejemplo para las naciones: “Ahora pues, si obedeciereis mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y nación santa. Éstas son las palabras que dirás a los hijos de Israel” (Éxodo 19:5-6).
Si ellos obedecían los mandamientos, los estatutos y los decretos que Dios les había entregado, entonces serían una nación próspera y especial a los ojos de los pueblos de aquel entonces.
Pero, Dios no ofreció el Espíritu Santo al pueblo de Israel bajo el Antiguo Pacto. Israel no tenía acceso al Espíritu Santo. En otras palabras, a los israelitas Dios no les ofreció la salvación espiritual.
Pocas personas entendieron lo espiritual
Es cierto que Dios escogió a unas pocas personas en el Antiguo Testamento para que tuvieran acceso al Espíritu Santo y como consecuencia también tuvieran acceso a la salvación espiritual. Entre estas personas podemos mencionar a Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac, Jacob, Elías, Eliseo, David y los profetas, entre otros. Pero el pueblo de Israel, como tal, no fue llamado a la salvación espiritual. Dios escogió a los israelitas para ser un pueblo especial entre todas las naciones y para ello tenían que obedecer.
Lamentablemente la historia del pueblo de Israel no es una de obediencia constante a Dios. Por el contrario, su historia es de una obediencia intermitente hacia el Creador.
Contrariamente a lo que podamos imaginar, los israelitas solamente se volvían a Dios cuando les iba mal, pero se volvían en su contra cuando estaban en paz y en prosperidad (Nehemías 9:26-30). A veces no buscaban a Dios aunque les estuviera yendo mal.
En esta intermitencia en la obediencia, Dios nuevamente permitió que los israelitas fueran llevados al cautiverio—la casa de Israel fue llevada cautiva a Asiria y han estado dispersos hasta la actualidad. Un poco después la casa de Judá con capital en Jerusalén fue llevada cautiva a Babilonia. Al cabo de setenta años de cautividad, muchos de la casa de Judá volvieron a Jerusalén y a su tierra original. Fue en esta época y solamente después de experimentar nuevamente la cautividad, que ellos empezaron a guardar los mandamientos, los estatutos y los decretos, pero de acuerdo a sus propias tradiciones.
Los Israelitas no tuvieron el corazón
Desafortunadamente los israelitas tenían un problema de grandes proporciones: nunca tuvieron el corazón para temer a Dios y guardar sus mandamientos (Deuteronomio 5:29). Esto de no tener “el corazón” implicaba dos cosas fundamentales: ellos no tenían la actitud correcta y tampoco tenían el Espíritu de Dios. Los israelitas estaban limitados para obedecer completamente la ley de Dios al no tener acceso al Espíritu Santo.
Israel no podía obedecer los mandamientos de Dios en forma completa sin el Espíritu de Dios. Cuando obedecían, únicamente lo hacían en la letra y, además, agregaban sus propias tradiciones.
Cristo vino a magnificar la ley de Dios
Por eso Jesucristo vino a enseñarnos una forma “más amplia” de guardar los mandamientos de Dios. Esta forma más amplia de guardar los mandamientos de Dios, como lo explicó Jesús, requiere necesariamente de la ayuda del Espíritu Santo.
Jesús vino a la tierra, en parte, para magnificar y engrandecer la ley de su Padre en los cielos (Isaías 42:21). Jesucristo claramente dijo que no vino a la tierra para abrogar la ley de Dios. Él vino a cumplirla (Mateo 5:17-18).
Curiosamente, muchos religiosos afirman que Cristo vino a abrogar la ley de Dios. Pero la escritura anterior dice categóricamente que Cristo no vino para abrogar la ley de Dios sino a cumplirla. “Cumplir” la ley de Dios no implica aquí eliminarla, como muchos piensan, antes bien implica guardarla, magnificarla y engrandecerla, como dice la profecía de Isaías que mencionamos arriba.
El resto del capítulo 5 de Mateo nos ayuda a entender lo que Cristo en realidad vino a hacer con la ley de Dios: la engrandeció y la amplió en su aspecto espiritual. En varios de los versículos de este capítulo (21 y 22, 27 y 28, 31 al 34, 38 y 39, 43 y 44) podemos ver claramente que Cristo agregó a la ley de Dios un aspecto que los israelitas nunca entendieron ni mucho menos practicaron: Cristo agregó el aspecto espiritual de la ley de Dios.
Otros religiosos piensan que Cristo vino a sustituir la letra de la ley de Dios por el espíritu de dicha ley. Como consecuencia, ellos afirman que no es necesario obedecer la letra de ley de Dios, sino que solamente debe ser “espiritual”. Pero Cristo nunca mencionó tal cosa. Cristo agregó lo espiritual a la letra de la ley. Cristo completó lo que hacía falta a la ley de Dios.
Por eso Cristo dijo en forma categórica las siguientes palabras: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (Mateo 23:23).
Necesitamos el Espíritu Santo para obedecer
Para que podamos entender y practicar verdaderamente la ley de Dios, nosotros necesitamos el poder del Espíritu Santo de Dios. Por lo tanto, Dios ha ofrecido el Espíritu Santo a su pueblo (la Iglesia) en este Nuevo Pacto. Dios dio su Espíritu Santo a su Iglesia también en un día de Pentecostés (Hechos 2:1-4). De esta manera el pueblo de Dios, es decir, la Iglesia de Dios, recibió el poder para guardar la ley de Dios tanto en el espíritu como en la letra.
Esta forma de guardar la ley de Dios en sus dos dimensiones, en la letra y el espíritu, sí es para salvación. Guardar la letra de la ley de Dios como los israelitas lo hicieron y en forma intermitente no hacía posible la salvación. Pero la amplificación de la ley de Dios que Jesucristo enseñó a sus discípulos, sí es para salvación y para vida eterna.
Por esta misma razón encontramos el relato de un hombre que le hizo una pregunta crucial a Jesucristo: “¿Qué debo hacer para tener la vida eterna?”. Veamos la respuesta de Jesucristo: “Entonces vino uno y le dijo: Maestro bueno, ¿qué bien haré para tener la vida eterna? Él le dijo: ¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno sino uno: Dios. Más si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos. Le dijo: ¿Cuáles? Y Jesús dijo: No matarás. No adulterarás. No hurtarás. No dirás falso testimonio. Honra a tu padre y a tu madre; y, Amarás a tu prójimo como a ti mismo. El joven le dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta? Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo 19:16-21).
En esta escritura Cristo está diciendo dos cosas fundamentales: (1) hay que guardar la ley de Dios para tener la vida eterna; (2) no basta con guardar la ley de Dios en la letra. Al joven rico le faltaba la parte más importante de la ley de Dios: La justicia, la misericordia y la fe, o como lo resumiera el señor Herbert Armstrong, al joven rico le faltaba aprender el “camino del dar”. Le faltaba entender y practicar la parte espiritual de la ley de Dios.
Conclusión
Para concluir es necesario mencionar que el guardar la ley de Dios en la letra y el espíritu no nos gana la vida eterna. La vida eterna en el Reino de Dios es un regalo que Dios nos entregará cuando venga Jesucristo por segunda vez, pero este regalo maravilloso es condicionado a la obediencia de los mandamientos de Dios tanto en la letra como en el espíritu.
El pueblo de Israel no tuvo el corazón, ni la actitud, ni el Espíritu Santo, para obedecer los mandamientos de Dios, y como consecuencia muchos de ellos fueron llevados en cautiverio y a la dispersión hasta el día de hoy. La mayoría de ellos no entraron en la tierra prometida por las mismas razones. Pero ahora Dios ha entregado a su pueblo del Nuevo Pacto tanto su ley como su Espíritu Santo para que podamos guardar los mandamientos como Él quiere. Ahora nosotros, por el Espíritu Santo, hemos recibido el corazón para poder obedecer a Dios como Él quiere, para que luego recibamos el regalo de la vida eterna (Hebreos 8:7-10).
La ley de Dios no ha cambiado. La ley de Dios es la misma que fue entregada a los israelitas en el Monte Sinaí. Fueron los seres humanos, los israelitas, los que no tuvieron el corazón para obedecer. Pero ahora Dios ha puesto sus leyes dentro de nuestros corazones por medio del Espíritu Santo—que fue entregado en un día de Pentecostés—para que podamos obedecer correctamente y para que podamos tener el regalo de la vida eterna. Si tenemos el Espíritu Santo en nosotros, entonces podemos decir con certeza que la decisión de obedecer completamente la ley de Dios es nuestra.
— Por Saúl Langarica