Sin duda, la Biblia es, o debería ser, el libro que más leemos y estudiamos. Recurrimos a este maravilloso libro durante los servicios de todos los sábados, así como en nuestras lecturas y estudios personales. Podemos tener diversas motivaciones para estudiar la Biblia: buscar consejo, aliento, consuelo, entendimiento e instrucción. Sin importar cuáles sean estas motivaciones, reconocemos a la Biblia como la palabra inspirada de Dios y el libro de instrucciones para el cristiano.
Aunque la Biblia que tenemos en nuestra casa está editada en un solo libro, no siempre fue así. De hecho, la Biblia es una colección de 66 libros que se escribieron y unieron en el transcurso de 1400 a 1600 años (la palabra “Biblia” proviene del griego biblion que significa “los libros”).
El Antiguo Testamento se compone de 39 libros, escritos durante un periodo de mil años (1400 al 400 a.C.). Los 27 libros del Nuevo Testamento fueron escritos en mucho menos tiempo, es decir, en el transcurso de 50 años aproximadamente (45 al 95 d.C.).
Los autores que participaron en su redacción fueron más de 40 personas, quienes no sólo estuvieron separados por miles de kilómetros en tres continentes, Europa, África y Asia, sino además por cientos de años. Entre los escritores se encuentran personas de diversas clases sociales y múltiples oficios, incluyendo reyes, pastores, soldados, legisladores, sacerdotes, profetas, pescadores, un rabino fabricante de carpas y un médico gentil.
La Biblia se redactó en tres idiomas. El Antiguo Testamento se escribió en hebreo con algunas porciones en arameo (idioma similar al hebreo que se convirtió en la lengua común en Palestina al retorno del exilio de Babilonia), mientras que el Nuevo Testamento se redactó en griego común o koiné, aunque se mantienen algunas expresiones arameas como la exclamación de Jesús antes de morir: “Eloi Eloi, lama sabactani” (Marcos 15:34). Pese a esta heterogeneidad de escritores y de épocas en que se escribieron inicialmente los libros, existe una unidad sin igual en su mensaje, lo que queda de manifiesto en las múltiples citas del Antiguo Testamento hechas por Jesús y los apóstoles. Esta unidad y continuidad en el mensaje es debida a que la característica común de sus escritores fue la inspiración de Dios (2 Timoteo 3:16; 2 Pedro 1:21).
Al mirar las diferentes ediciones disponibles de la Biblia, encontramos que existen más de 50 versiones en español. En estas versiones pueden existir varios tipos de divergencias, tales como: a) diferencias sutiles que no cambian el mensaje, por ejemplo, el lenguaje usado en la traducción; b) diferencias en la extensión de algunos versículos, por ejemplo, la incorporación de la segunda parte de 1 Juan 5:7 “…el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son uno”, ésta sólo aparece en algunas versiones; y c) diferencias mayores, como el número de libros que contiene la Biblia. Las versiones católicas contienen 14 libros adicionales.
Estas diferencias nos plantean preguntan razonables y de vital importancia: ¿se han podido transmitir fielmente los libros de la Biblia, tal como fueron escritos por sus autores? Y ¿cómo podemos saber cuál es la extensión exacta de los libros inspirados que conforman realmente las Sagradas Escrituras? Durante el transcurso de los 1600 años en que se escribieron el Antiguo y Nuevo Testamentos, también se escribieron muchos otros libros religiosos del judaísmo y cristianismo primitivo. Entonces, ¿cuáles de estos libros pertenecen legítimamente a la Biblia y cuáles deben ser rechazados? ¿O cuáles son los criterios utilizados para aceptar o rechazar estos escritos?
Para responder a estas preguntas dividiremos este artículo en dos partes: a) la historia del canon bíblico, es decir, bajo qué circunstancias la colección de libros que conforman nuestra Biblia llegaron a ser los 66 que tenemos hoy, y b) el estudio de la transmisión del texto bíblico, o sea, bajo qué condiciones ha llegado el texto a nosotros, y cómo podemos estar seguros de que tenemos copias fidedignas de los escritos originales.
El canon de las Escrituras
En esta primera parte nos concentraremos en el estudio de la canonización de los libros de la Biblia, o sea, el “canon” de las Escrituras. La palabra “canon” proviene del hebreo qaneh que significa caña. Esta “caña” era utilizada como una “regla” para medir. De esta manera esta palabra llegó a significar “regla o norma”. Posteriormente esta palabra derivó al griego kanon, llegándose a utilizar para referirse a una lista o índice.
Cuando la palabra canon es aplicada a la Biblia, denota una lista de libros que son reconocidos con autoridad divina y que conforman la Santa Escritura. Es importante diferenciar la autoridad divina y la canonicidad de un libro. Primero, debe tener autoridad divina por su inspiración y, posteriormente, obtiene canonicidad por su aceptación de las personas asignadas para ello y por el uso general como un libro inspirado.
Como lo asegura el apóstol Pablo, cuando instruye a los Corintios, diciendo que sus escritos deben ser reconocidos con autoridad divina, pues representan mandamientos de Dios: “Si alguno se cree profeta, o espiritual, reconozca que lo que os escribo son mandamientos del Señor” (1 Corintios 14:37). Esta carta del apóstol Pablo tuvo autoridad en el momento en que él la escribió por inspiración de Dios, y tiempo después fue aceptada como canónica por la autoridad inherente que presentaba.
En el Antiguo Testamento también se hallan registros de la autoridad divina presente en los textos, incluso existen ejemplos en el que Dios específicamente ordenó que ciertos libros fueran escritos: “Y el Eterno dijo a Moisés: Escribe esto para memoria en un libro…” (Éxodo 17:14); “Ahora pues, escribíos este cántico, y enséñalo a los hijos de Israel…” (Deuteronomio 31:19); “Ve, pues, ahora, y escribe esta visión en una tabla delante de ellos, y regístrala en un libro, para que quede hasta el día postrero, eternamente y para siempre” (Isaías 30:8). Así habló el Eterno Dios de Israel, diciendo: “Escríbete en un libro todas las palabras que te he hablado” (Jeremías 30:2).
Como se puede observar, hay muchos ejemplos que demuestran la autoridad divina de los libros que posteriormente fueron canonizados.
Canon del Antiguo Testamento
El canon del Antiguo Testamento también es conocido como la “Biblia Hebrea” o “Canon Judío”. ¿Por qué “Canon Judío”? El mismo apóstol Pablo reconoce la responsabilidad del pueblo judío en la preservación del Antiguo Testamento, cuando pregunta en su carta a los Romanos: “¿Qué ventaja tiene pues el judío?” Y responde: “Mucho en todas maneras. Lo primero (la ventaja principal) ciertamente, que la palabra de Dios les ha sido confiada”.
La canonización de estos libros fue un proceso gradual que llevó un tiempo similar al que demoró su redacción. Este proceso comenzó con Moisés, quien escribió por orden de Dios los cinco primeros libros de la ley, conocidos como la Ley de Moisés.
Los autores de los libros de Josué y Jueces reconocen la Ley de Moisés como palabra de Dios (Josué 1: 1-8; Jueces 3:1-4). Este reconocimiento prosiguió con los demás profetas. Daniel confirmó que los libros de Moisés y de Jeremías eran parte de las Escrituras (Daniel 9: 2-13).
Según la tradición judía, Esdras y Nehemías fueron los principales responsables de reunir en 22 pergaminos los 39 libros del Antiguo Testamento. Se sabe con certeza, basados en evidencia interna de la Biblia, así como a través de fuentes externas, que en los tiempos de Jesús el canon del Antiguo Testamento ya había sido fijado.
Jesús y los apóstoles se referían a estos libros autoritativos como “la Escritura” (Juan 7:38; Hechos 8:32; Romanos 4:3), “las Escrituras” (Mateo 21:42; Juan 5:39; Hechos 17: 11) y “las Sagradas Escrituras” (Romanos 1:2, 2 Timoteo 3:15). Jesús también reconoció la extensión del canon del Antiguo Testamento cuando se dirigió a sus discípulos: “Y les dijo: Estas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros: que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lucas 24:44).
La mención de estos tres grupos de libros: la ley, los profetas y los salmos, es una cita de las divisiones que presenta todo el canon hebreo (Antiguo Testamento) conocido como Tanak. Esta palabra proviene de los nombres hebreos que se le dieron a estas tres divisiones: Torah (la ley), Nebiim (los profetas) y Ketubin (los escritos o los salmos). La unión de las primeras letras de estas palabras (T, N, K) se utiliza para formar el nombre de la Biblia hebrea o Antiguo Testamento completo, Tanak.
Sumado a este reconocimiento explícito del canon del Antiguo Testamento hecho por Jesús, en el año 90 d.C. muchos líderes judíos se reunieron en Jamnia (oeste de Jerusalén) para “formalizar” el Canon Hebreo. En esta reunión los líderes judíos incluyeron definitivamente algunos libros cuestionados, como Eclesiastés y Cantares, y excluyeron a los libros apócrifos o deuterocanónicos, que de todas maneras siguen siendo incluidos por la mayoría de las versiones católicas de la Biblia.
Las diferencias entre la Biblia Hebrea y nuestro Antiguo Testamento corresponden solamente al orden de los libros que la componen, y en algunos casos, como en la Biblia católica, a la incorporación de otros libros no canónicos, conocidos como apócrifos.
De esta manera, el Canon Hebreo se compone de 24 libros, en los que están contenidos los 39 libros de nuestro Antiguo Testamento actual (ver cuadro comparativo de los libros de la Biblia). Existen dos razones para estas pequeñas diferencias: a) en el canon hebreo los libros 1 y 2 de Samuel se encuentran unidos en un solo libro, lo mismo ocurre con 1 y 2 de Reyes, además, los profetas menores se encuentran unidos en uno solo libro llamado “Los Doce”, y Esdras y Nehemías conforman también un sólo libro, b) el Antiguo Testamento de nuestra Biblia no sigue el orden de los libros del canon judío, sino el de la Vulgata Latina que proviene de la Septuaginta o versión de los Setenta (traducción al griego del canon judío), en el cual se reorganizan los libros. Aunque hoy en día, la mayor parte de las versiones en español se basan en manuscritos hebreos, pero mantienen el orden y separación de los libros según la Septuaginta.
Canon del Nuevo testamento
Cuando la Iglesia de Dios fue establecida en el día de Pentecostés del año 31 d.C., no existían los libros escritos del Nuevo Testamento. La Biblia consistía solamente en los libros del canon hebreo o Antiguo Testamento. Las enseñanzas del Nuevo Pacto estaban basadas en lo que Cristo les transmitió personalmente a sus apóstoles.
Poco tiempo después, hombres inspirados por Dios comenzaron a poner por escrito estas enseñanzas de Jesucristo y empezaron a ser leídas en las Iglesias locales (Colosenses 4:16; 1 Tesalonicenses 5:27). Las palabras de Jesús y de los apóstoles llegaron a ser consideradas con la misma autoridad de “Escritura” que las del Antiguo Testamento (1 Timoteo 5:18; 2 Pedro 3:15 16), y fueron reconocidas como inspiradas por Dios (1 Corintios 2:7-13; 1 Tesalonicenses 2:13; Apocalipsis 1:1-3).
En cuanto a la unificación de los 27 libros del Nuevo Testamento, existen hipótesis argumentando que los apóstoles Pablo, Pedro y Juan pueden haber sido los últimos canonizadores de éste, y especialmente Juan, pues al haber sido el último apóstol en morir pudo haber compilado los 27 libros.
Lo que se sabe con seguridad es que existieron listas de los libros de la Biblia a partir del siglo II d.C. Una de estas listas es conocida como el Documento de Muratori en el que aparecen todos los libros del Nuevo Testamento a excepción de Hebreos, Santiago, 1 y 2 de Pedro, y 3 de Juan. Estos últimos libros tardaron en ser incluidos en las listas “oficiales”, no por dudar del contenido, sino porque en algunos casos no eran bien conocidos ni circulaban ampliamente por la Iglesia (la Iglesia ya existía en casi todo el imperio romano).
Algunas explicaciones a la falta de colecciones completas de los 27 libros en los tres primeros siglos de nuestra era son, por un parte, la calidad del material en que fueron escritos. El “papiro” (una especie de papel) era frágil y se estima que tiene una duración no mayor a los 10 años.
A partir del siglo IV, comenzó el uso general del pergamino, confeccionado del cuero de animales, lo que hacía que los escritos fueran mucho más perdurables.
Otra probable causa de la falta inicial de la colección de los 27 libros del Antiguo Testamento es que a partir del año 64 d.C. comenzó la persecución de los cristianos por Nerón, entonces los escritos hallados de la Biblia eran destruidos, porque debían mantenerse escondidos. Esta persecución se terminó en el año 313 d.C. con el edicto de Milán, promulgado por el emperador Constantino, quien entregó a los cristianos la libertad de reunirse.
Fue en el año 397 d.C. en el concilio de Cartago, cuando se confeccionó una lista “oficial” con los 27 libros del Nuevo Testamento que tenemos hoy. Sin embargo, debemos aclarar que este concilio no confirió autoridad canónica a los libros del Nuevo Testamento, sino que reconoció la canonicidad ya establecida a través del tiempo por los primeros cristianos y apóstoles. Aunque sí debemos decir que este concilio sirvió para excluir de la lista a varios libros apócrifos.
Libros Apócrifos
Reuniendo los 39 libros del Antiguo Testamento y los 27 del Nuevo Testamento se conforma el canon de la Biblia con 66 libros, sin embargo, las diferentes versiones de la Biblia Católica incluyen 14 libros adicionales (ver cuadro comparativo de los libros de la Biblia) y dependiendo de la versión, se distribuyen a lo largo del Antiguo Testamento o aparecen en una sección especial. Estos libros extras son conocidos como “apócrifos” o “deuterocanónicos”.
La palabra “apócrifo” significa “escondido”, título que era usado para hacer referencia a un libro cuyo origen era dudoso o desconocido. Estos grupos de libros son llamados deuterocanónicos por la Iglesia Católica, ya que en griego deutero significa “segundo”, denotando con ello que existe un segundo canon para ellos. Se estima que estos libros deuterocanónicos fueron escritos entre el 300 a.C. y el 100 d.C.
Entre las razones para rechazar dichos libros se encuentran que: a) nunca fueron incluidos en el Canon Hebreo; b) no fueron aceptados ni citados por Jesús y los apóstoles; c) no muestran cualidades intrínsecas de inspiración, y algunas partes de estos libros son leyenda y ficción; d) la fecha de su redacción no concuerda con su posible autor, y e) a menudo contienen errores históricos, cronológicos y geográficos.
Sin embargo, se debe mencionar que aunque 1 de Macabeos se encuentra dentro de los libros apócrifos, es reconocido como un valioso libro histórico del pueblo judío, y es una gran ayuda para el estudio de la época inter-testamentaria. Si bien existen libros apócrifos del Nuevo Testamento, también hay unanimidad en considerarlos “espurios”, y algunos simplemente falsificaciones herejes.
Como hemos visto, Dios, a través del tiempo, utilizó primeramente al pueblo judío y posteriormente a los apóstoles para transmitir y preservar sus palabras, y sin duda utilizó también a la Iglesia verdadera del primero y segundo siglos de nuestra era para la transmisión de estos escritos inspirados por Dios.
Al estudiar estos temas debemos tener siempre presente las palabras de Jesús cuando habló sobre su segunda venida a sus discípulos: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mateo 25:30). Debemos estar confiados en que Dios proveyó los hombres y los medios necesarios para que sus palabras se preservaran hasta el retorno de Jesucristo.
— Por Sergio Arriagada