Después de la muerte de su padre, un miembro busca respuestas para saber por qué Dios permite el sufrimiento y por qué algunas veces, Dios parece que demora su respuesta.
Han pasado 38 años desde la muerte de mi padre (puede leer: “Yo te veré en el Reino” en De Común Acuerdo de julio, 2013). En 1975, el año en que él murió, ¿quién habría pensado que todo este tiempo pasaría y que la realidad descrita por la Fiesta de Tabernáculos no habría llegado todavía? Yo tenía sólo 20 años y estaba entre los que creía que el Reino llegaría en cualquier momento.
En ese entonces estaba convencido de que para estos momentos ya estaría reunido con mis padres nuevamente, pero han pasado 38 años y esto no ha sucedido todavía. Con frecuencia, el tiempo se convierte en nuestro amigo y nos ayuda a entender mejor las lecciones que la prueba nos enseña. El correr del tiempo nos ofrece algunas perspectivas asombrosas cuando le permitimos a Dios que moldee nuestro entendimiento.
Aunque nunca desaparece totalmente el dolor de la pérdida, con el paso del tiempo parece lejano el golpe que significó perder a mis padres. Ahora es más fácil analizar las preguntas que no pude responder cuando murió mi padre. ¿Por qué Dios permitió que mis padres murieran en tan corto tiempo? ¿Por qué Dios no respondió mis oraciones por la sanidad de mi padre? ¿Por qué, después de tantos meses de orar primero por su sanidad y después implorando la misericordia de Dios, Dios no respondió mi oración para que lo dejara ir?
¿Pueden responderse esta clase de preguntas? Sí, las respuestas están ahí, provistas por un padre amoroso que quiere que entendamos, pero no siempre en el momento ni con los detalles que queremos.
Un difícil proceso de aprendizaje
En nuestra conversación final, mi papá describió un cuadro de la vida que había vivido e identificó el orgullo y la vanidad como dos de sus más grandes enemigos. Luego, él me hizo un resumen de los eventos horripilantes del año anterior, que por estar ausente desconocía por completo.
Las células del cáncer viajaron por todo su torrente sanguíneo y paraban donde quiera que podían, haciendo un gran daño. Primero, perdió la voz y la capacidad de cantar. Toda su vida había sido cantante, porque había sido bendecido con una voz maravillosa. Le encantaba escuchar música de cuartetos a capela, una música típica americana, pero lo siguiente que perdió fue su capacidad para escuchar. El cáncer invadió su oído interno, y los sonidos estaban distorsionados. La música no era nada más que ruidos. También era un ávido lector, pero el cáncer finalmente alcanzó sus ojos y los devoró también. El día antes de morir me pidió que por favor sacara ese pájaro del cuarto, y era sólo un mosquito. Su mente—esto fue lo último que perdió.
Todas las oraciones a Dios pidiéndole que interviniera y sanara a mi padre cambiaron finalmente y ahora en nuestras oraciones le pedíamos a Dios que le permitiera morir. Preguntamos ¿por qué? Tratamos de entender por qué parecía que ninguna oración era escuchada. Sin embargo, en su momento, cada pregunta fue respondida de una forma milagrosa que sólo nuestro amoroso Padre puede responder. Dios actúa muy a menudo así. En su infinita sabiduría, con el tiempo Él nos revela las respuestas a nuestras preguntas, cuando humildemente creemos sus palabras.
La herencia de un propósito
Los detalles de las conclusiones a las que mi padre llegó acerca de su propia vida requerirían muchas páginas, pero todas culminaron en una mayor gratitud y aceptación del Reino de Dios. La sabiduría que compartió conmigo me acompañará durante toda la vida.
En sus momentos finales estaba lúcido y alerta. Él sintió la necesidad de ofrecerme una explicación de cómo por medio del dolor y la batalla de cada obstáculo, Dios le mostró las correcciones que era necesario hacer en su carácter antes de que él pudiera morir. Para mi sorpresa, me dijo que yo era muy parecido a él. Me pidió que le citara dos escrituras e hizo que las memorizara a comienzos del día. “Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice el Eterno; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra” (Isaías 66:2). “El fin de todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda sus mandamientos; porque esto es el todo del hombre” (Eclesiastés 12:13). He llegado a entender que mi Padre me estaba pidiendo que reconociera y aceptara humildemente que todas las Palabras de Nuestro Padre Celestial eran importantes. He llegado a saber que mi padre, del cual pensé que no me conocía para nada, me conocía mejor de lo que yo mismo me conocía.
Estos versículos se han convertido en el fundamento de mi perspectiva de toda la Palabra de Dios. Se han convertido en los lentes que filtran los demás versículos y en el respaldo para todas las respuestas que mi esposa y yo buscamos en los días finales de mi padre.
Bendiciones inexplicables
Una de mis respuestas llegó por medio de una bendición física. La experiencia de perder a mis padres a la edad de 20 años me llevó a escoger una carrera que me ha dado unas bendiciones tan grandes que nunca imaginé que podía recibir cuando era joven. Mis padres nunca planearon para su futuro, mucho menos para el de sus hijos. Las pruebas y dificultades que experimentaron mis hermanos más jóvenes después de la muerte de mis padres, me hicieron que buscara respuestas y las respuestas hicieron que siguiera la carrera de planeación financiera—definitivamente no la carrera que yo planeaba seguir. Como hombre joven, mi grito de batalla era: “No permitan que a sus hijos les suceda esto”. Cuando las personas escuchaban la historia de mi vida, los incitaba a la acción, lo que abrió las puertas del éxito que tal vez no se hubieran abierto si no hubiera tenido experiencias tan duras y difíciles. Físicamente hablando, ahora podemos mirar atrás y ver que la mano de Dios estaba allí, cuando en el momento, yo pensé que no estaba.
Hablando a nivel espiritual, las bendiciones fueron aun mayores. Mi visión había sido ampliada por la sabiduría escritural que Dios impartió a mi mente joven por medio de las palabras finales de mi padre. Aunque parecía que Dios no escucharía nuestra plegaria para que interviniera físicamente en la vida de mi padre, he aprendido con el tiempo que Dios utilizó esta prueba como una forma de enseñarme a mí una lección crítica, que cambiaría mi vida: la fuerza que necesitamos para avanzar con frecuencia no proviene de alguna señal espiritual claramente definida sino del conocimiento que obtenemos de mantener nuestra visión y tener metas claramente definidas.
La sabiduría que mi padre compartió conmigo ha sido una parte integral de todo lo que mi esposa y yo hemos enseñado a nuestros hijos, que todavía se mantienen fieles a la verdad. Pero lo más grande es la esperanza y entusiasmo que siento todavía al imaginarme a mis fieles padres sonriendo a medida que subimos para encontrarnos con Cristo en el aire. ¡No puedo esperar por este momento!
La pregunta es: ¿cómo escogeremos ver una prueba entretanto? ¿Escogeremos percibir el valor de las lecciones que aprendimos o escogeremos sumirnos en autocompasión y dudas del amor de nuestro Padre Celestial? Todo es cuestión de perspectiva, y nosotros somos los que decidimos cómo reaccionar.
Enfocado en avanzar
Reconocer nuestra obligación, obedecer humildemente y seguir a Dios—lo cual significa aceptar su Palabra y hacer lo que Él nos pide sin preguntar nada—exige que veamos más allá de nuestras circunstancias actuales y nos enfoquemos con atención en el futuro. La visión de un futuro guiado por la mano de nuestro Padre me dio—y todavía me da—una esperanza que no me da ninguna otra cosa.
“Yo te veré en el Reino”, las últimas palabras de mi padre, son las palabras de cada patriarca y cada apóstol que vivieron antes que nosotros. Ellas son la esperanza de cada cristiano y la promesa que perdura de nuestro Salvador, que murió para que pudiéramos alcanzar esta esperanza.
Cuando asista a la Fiesta de Tabernáculos este año, recordaré indudablemente lo que sucedió hace 38 años y los eventos que ocurrieron esa noche que cambiaron mi vida para siempre. Sin dudarlo, oraré dando gracias al gran Dios que pudo ver lo que yo no podía. Nuestro amoroso Padre sabía que con el tiempo yo aprendería a ver lo que Él compartió conmigo, las bendiciones inefables de un entendimiento que sólo llega cuando creemos humildemente la Palabra de Dios.
—Por Barry Richey
Barry Richey es un anciano local que sirve en la congregación de Fort Worth, Texas, de la Iglesia de Dios, una Asociación Mundial.