Casi 38 años después de la muerte de su padre, un miembro reflexiona en el legado y la misión que éste le dio en su lecho de muerte.
Eran casi las 7:30 de la noche, el sol se había puesto ya el 18 de septiembre de 1975. Miles de personas alrededor del mundo estaban llegando a salones alquilados, grandes escenarios o grandes tabernáculos; y ya iba a comenzar el servicio de apertura de la Fiesta de Tabernáculos.
Pero yo no iba a estar allí.
Desde los 10 años, había asistido a la Fiesta con mis padres; pero ahora, a mis 20 años, por primera vez me iba a perder el servicio de apertura. La razón de esta ausencia moldearía y formaría mi futuro de una forma en que nada más podría hacerlo.
Una culpa secreta
Mi mamá había muerto sólo dos años antes después de una prolongada enfermedad. Ella creía firmemente en el regreso de Cristo, entendía completamente el plan de Dios, sabía el significado de cada día de fiesta de Dios y ahora estaba esperando la resurrección. Sólo había un problema para mí con todo esto: yo estaba cargando secretamente con un gran peso de culpa. Cuando cumplí los 17 años, un poco antes de que ella muriera, me fui de la casa y con ira le dije a ella muchas cosas de las que luego me arrepentí profundamente.
En el año siguiente a este episodio, no fui a la casa a verla, nunca la llamé para saludarla ni le envié una postal; y lo peor de todo es que nunca pensé mucho en ella. Ella había estado enferma durante muchos años; y en mi mente juvenil, parecía que siempre sería así.
La muerte de mi mamá, por inminente que fuera, me tomó por sorpresa. En mi inmadurez nunca la anticipé. Mi conducta lo demostró, y la culpa fue el resultado. Ahora, a medida que el atardecer de una nueva noche de apertura de la Fiesta de Tabernáculos de Dios se acercaba, había muchas cosas en mi mente. Al meditar en el significado de la Fiesta y el regreso de Cristo me hizo pensar en mi madre y en la reunión que tendríamos.
La visita final a Tulsa
Mi joven esposa y yo habíamos salido de Ohio para la Fiesta unos días antes, de camino para el Lago de Ozarks, Missouri. Estábamos felices de ir, y era siempre la ocasión más importante del año. Teníamos el segundo diezmo con nosotros y ya estábamos felices anticipando disfrutar de todas las bendiciones por haber sido fieles. Pero este año sería diferente. Este año pararíamos unos días para visitar a mi padre en Tulsa, Oklahoma.
Un año después de la muerte de mi madre, mi padre se sintió mal y fue a consultar a los médicos. Un mes después, luego de hacerle varios exámenes, decidieron que le harían una cirugía exploratoria. Durante esta cirugía descubrieron un cáncer muy agresivo que ya estaba presente en todos los órganos vitales. No trataron de quitarlo ni ofrecieron ninguna esperanza de curación.
El cirujano vino a la sala de espera con una expresión sombría en su cara para decirnos lo que pasaba. No recuerdo muy bien cuáles fueron las palabras exactas, pero una de ellas fue “terminal” y yo le pregunté: ¿cuánto tiempo? Él vaciló y su respuesta nos tomó a todos por sorpresa: en cuatro o seis semanas su cuerpo estaría tan invadido por el cáncer que no podría seguir funcionando. Llamamos a un ministro para que lo ungiera y le suplicamos a Dios que interviniera.
Cuando llegamos a visitarlo en Tulsa, antes de la Fiesta en 1975, habían transcurrido 15 meses desde el pronóstico del médico. Fueron 15 meses de inenarrable dolor y sufrimiento, meses en que nadie se explicaba cómo había podido sobrevivir. Fui delante de nuestro Padre en los cielos para suplicarle e implorarle que le permitiera descansar del tormento de su vida física. De pesar 90 kilos, él se había consumido hasta pesar menos de 30. El cáncer consumió todo por dentro y ahora había crecido en masas del tamaño de un puño en todo su abdomen.
Vinimos a Tulsa, sabiendo que probablemente ésta sería la última vez que veríamos a mi padre. El plan era visitarlo un par de días y luego seguir a la Fiesta.
Necesitaría muchas páginas para describir los eventos que ocurrieron en estos pocos días, pero la mañana en que mi padre murió fue completamente diferente de los días anteriores. El cáncer había llegado a su cerebro y el día anterior a su muerte él lloró cuando yo entré al cuarto. Le pregunté por qué estaba llorando y él dijo: “Yo sé que tú eres mi hijo, pero no sé tu nombre”.
Pero esta mañana era diferente. Él tenía una claridad en la voz que no había escuchado en los días anteriores. Sus comentarios y pensamientos estaban llenos de propósito y sentido. Él sabía quién era yo y tenía muchas cosas que quería compartir conmigo. En la medida en que sus fuerzas se lo permitían, hablamos varias veces ese día. Sin tener una Biblia a mano, habló de muchas cosas y recitaba versículos de memoria, y aun me pidió que memorizara un par de versículos que él quería que yo tuviera grabados en mi mente.
Cerca ya al atardecer del día en que comenzaba la Fiesta ése año, hablamos por última vez. Me dijo por qué quería que yo memorizara Isaías 66:2 y Eclesiastés 12:13. Me dijo por qué no había muerto varios meses antes, por qué Dios no había intervenido para sanarlo ni para ponerle fin a su vida física. Describió detalladamente muchos momentos de su sufrimiento en los que yo no había estado presente y lo que cada uno de ellos le había enseñado. Con la destreza de un maestro escultor, describió la lección de cada suceso y lo que había aprendido de él, y la aplicación futura que esa lección tendría para mí.
A medida que se desarrollaba la conversación, era obvio que el tiempo iba pasando y el sol se estaba ocultando y la Fiesta estaba por comenzar. Él habló del maravilloso plan de Dios y el día santo que estaba comenzando y luego, pocos minutos después, me pidió que hiciera algo que moldearía el resto de mi futuro.
Las últimas seis palabras de mi padre
Con el sol totalmente oculto, resumió sus pensamientos finales, me miró y me pidió que me arrodillara al pie de su cama. Luego me pidió que le tomara la mano y le pidió a nuestro Padre Celestial que lo dejara dormir por última vez para que el próximo momento de conciencia fuera en el instante del regreso de Jesucristo. Entonces pronunció sus últimas seis palabras, que ahora están en lo más profundo de mi corazón. Él dijo: “Yo te veré en el Reino”.
Cuando terminamos esta dramática oración y lo miré, mi padre se durmió por última vez.
¿Cómo me afectó todo esto? Yo tenía sólo 20 años en ese momento, pero es un recuerdo vívido en mi mente. ¿Cómo se sentiría mi padre cuando Jesucristo regrese si yo no estuviera allí? Esta pregunta me dio la misión de estar también en el momento del regreso de Cristo. ¿Puede haber algo más importante en la mente de un cristiano que una visión que lo mueva y lo motive hasta el final? Dos ciclos completos de 19 años se completarán cuando la Fiesta comience este año la noche del 18 de septiembre. Todavía mi esperanza está en el regreso de nuestro Salvador y la reunión que tendremos entonces.
Que este día pronto sea una realidad.
—Por Barry Richey