Para entender los planes de Dios con nosotros, para conocer acerca de nuestro futuro y generar cambios, Dios nos provee su Espíritu Santo, sin el cual nadie puede entender a profundidad sus planes espirituales.
Por Carlos Saavedra
El sacrificio de Jesucristo fue el evento más importante que Dios ha hecho en favor de la humanidad. Sus consecuencias se extienden a todas las generaciones, tanto a la de Adán, como a las que están por venir. Este sacrificio tuvo un gran impacto y lo seguirá teniendo en el futuro. Dios envió a su hijo para llevarnos hacia Él y mostrarnos la verdad de todo lo concerniente a la vida humana y al propósito que tiene para toda la humanidad.
“Porque yo sé muy bien los planes que tengo para ustedes, afirma el Señor, planes de bienestar y no de calamidad, a fin de darles un futuro y una esperanza” (Jeremías 29:11, NVI).
Para entender los planes que Dios tiene para nosotros, para conocer acerca de nuestro futuro prometedor y generar el cambio que se requiere para concretar nuestra esperanza, Dios haría otra cosa muy grande: daría su Espíritu Santo, sin el cual nadie puede entender a profundidad sus planes espirituales, “porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Dios envía su Espíritu
Jesucristo enseñó a sus discípulos acerca de los planes de Dios de establecer su Reino, pero el Mesías también dijo que ellos no entenderían a profundidad sus enseñanzas, hasta que el Espíritu estuviera “dentro” de ellos. Por eso les dijo: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir” (Juan 16:12-13).
El Espíritu de Dios moraba “con” los discípulos y luego estaría “en” ellos (Juan 14:17). Dicho Espíritu vino para entrar en ellos en aquel Pentecostés del año 31 d.C. Jesucristo les había pedido que se quedaran en Jerusalén hasta el momento que esto sucediera, y efectivamente esto sucedió en la fiesta de Pentecostés. Sus discípulos estaban reunidos y de pronto sucedió el milagro: “Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen” (Hechos 2:1-4).
Moraban en Jerusalén muchos judíos de diferentes naciones que hablaban diferentes lenguas. Estos, al oír el estruendo y el viento recio que soplaba, se acercaron y quedaron impresionados y confundidos por el milagro que presenciaron, pues cada uno los escuchaba hablar en su propia lengua. No eran lenguas extrañas o balbuceos que ellos no pudieran entender. Eran lenguas entendibles o idiomas que ellos hablaban desde su nacimiento, tal como ellos mismos lo reconocieron: “Y estaban atónitos y maravillados, diciendo: Mirad, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo, pues, les oímos nosotros hablar cada uno en nuestra lengua en la que hemos nacido?” (vv. 7-8).
Dios usó estos portentosos milagros para llamar la atención de los habitantes de Jerusalén, quienes queriendo saber qué sucedía, se acercaron a donde estaban los discípulos y vieron que unas lenguas como de fuego se posaron en la cabeza de quienes recibieron el Espíritu Santo en esa ocasión. Entonces el poder de Dios vino a estar “en” ellos y les dio palabras poderosas para predicar el evangelio. Todos estaban atónitos y perplejos, y no era para menos, pues nunca se había visto nada igual hasta ese entonces. Unos se preguntaban qué significado tendría todo eso, mientras que otros se burlaban diciendo que estaban ebrios (vv. 12-13).
Pedro les dijo que ellos “no estaban ebrios” (Hechos 2:15). Y enseguida explicó: “Mas esto es lo dicho por el profeta Joel: Y en los postreros días, dice Dios, derramaré de mi Espíritu sobre toda carne, Y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán; vuestros jóvenes verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños” (vv. 16–17).
Nace la Iglesia de Dios
Dios escogió el día de Pentecostés, cuyo significado es “contar 50 días”, llamado también “fiesta de las semanas” (Levítico 23:15-21), para derramar sobre sus discípulos su Espíritu Santo (Hechos 2:1-4), dando inicio así a la Iglesia del Nuevo Testamento, que Jesucristo había prometido a sus discípulos: “edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18).
Quiénes conforman la Iglesia
Sólo aquellas personas que son llamadas por Dios y responden a ese llamado, vienen a formar parte de su Iglesia (Juan 6:44). Esas personas deben responder al llamado de Dios, volverse de sus malos caminos, es decir, arrepentirse y bautizarse para recibir el don del Espíritu Santo.
“Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo. Al oír esto, se compungieron de corazón, y dijeron a Pedro y a los otros apóstoles: varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo” (Hechos 2:36–38).
Muchas personas se sintieron conmovidas por la explicación que Pedro dio de lo que había sucedido días antes con Jesucristo: “Así que, los que recibieron su palabra fueron bautizados; y se añadieron aquel día como tres mil personas” (v. 41).
Éste fue el comienzo de la Iglesia, en la fiesta de Pentecostés en el año 31 d.C. Este evento trazó la ruta a seguir a quienes serían parte de ella en el futuro. Tenían que arrepentirse, bautizarse y luego recibir el Espíritu Santo por medio de la imposición de manos de los ministros de Dios, para así ser añadidos a la Iglesia que Jesucristo fundó aquel día santo.
El poder transformador
El Espíritu Santo que vino sobre aquellos primeros discípulos en Pentecostés les dio el poder necesario que proviene de Dios para, entre otras cosas, predicar las buenas noticias de que, en adelante, todos aquellos que respondieran al llamado de Dios podrían ser salvos de esta perversa generación (Hechos 2:40).
Es necesario tener en cuenta que aún después de responder al llamado de Dios al arrepentimiento, volvemos a pecar por descuido, por alejamiento de Dios —no de manera constante y deliberada— quebrantando los mandamientos de Dios. Entonces necesitamos su perdón y su ayuda por medio del Espíritu Santo para vencer dichos pecados y permitir que las leyes de Dios sean escritas en nuestras mentes y corazones (Hebreos 8:10).
El Espíritu Santo tiene el poder de renovar nuestra mente y transformar nuestra vida (Romanos 12:2), capacitándonos para amar a Dios y a nuestro prójimo (Romanos 13:8-10). Con su Espíritu, Dios ha derramado su poder en nuestros corazones, para cumplir con el mandamiento de amarlo a Él y a nuestro prójimo.
El Espíritu Santo también nos hace hijos de Dios, capacitándonos para heredar todas sus promesas (Romanos 13:16-17).
Pentecostés y nosotros
Si pretendemos ser parte de la Iglesia que Jesucristo fundó en Pentecostés en el año 31 d.C., el día que derramó su Espíritu, debemos guardar la fiesta de Pentecostés tal como Jesucristo, los apóstoles originales y Pablo lo hicieron.
Los apóstoles se quedaron en Jerusalén, por indicación de Jesucristo, para celebrar Pentecostés. Fue ese mismo día cuando recibieron el Espíritu Santo con todo el despliegue de poder que llamó la atención de los pobladores de Jerusalén, como hemos leído líneas arriba.
Aproximadamente 25 años después del momento en que los discípulos recibieron el Espíritu Santo, Pablo le dijo a la Iglesia de Corinto que se quedaría en Éfeso hasta Pentecostés (1 Corintios 16:8). El apóstol usa la fiesta de Pentecostés como referencia de tiempo, porque los cristianos aún seguían guardando dicha fiesta, pues de lo contrario la mención de Pentecostés no sería un referente, como el apóstol Pablo pretendía que fuera.
La Iglesia del Nuevo Testamento guardaba Pentecostés y las demás fiestas de Dios. Estas celebraciones tienen un profundo significado que muestra los aspectos del plan que Dios está llevando a cabo desde la antigüedad, sin que haya variado ni un ápice, desde que lo concibió hasta hoy. Este plan lo incluye a usted, nos incluye a todos. Este plan avanza inexorablemente, y lo menos que podemos hacer es averiguar los detalles de lo que se trata.
Si usted desea más información acerca de Pentecostés y las demás fiestas de Dios y el plan que Él está llevando a cabo, le invitamos a leer nuestro folleto: Las fiestas santas de Dios: Él tiene un plan para usted.